En un deporte como el boxeo en el que la coincidencia es una utopía, todos, los periodistas, los historiadores, el público y hasta la mítica revista The Ring coinciden: no hubo y posiblemente no habrá en la historia del pugilismo moderno, una pelea más brutal y dramática que la que sostuvieron hace cincuenta años, Muhammad Alí y Joe Frazier, el 1º de octubre de 1975 en el Coliseo Araneta de Manila, la capital de Filipinas.
Al término del 14º y penúltimo round, los dos habían decidido perder y bajarse de ese infierno de piñas y calor. Angelo Dundee, el segundo principal de Alí, detectó más rápidamente que Eddie Futch, el entrenador de Frazier, lo que pasaba en la esquina de enfrente. Y pronunció una frase que pasó a la historia del boxeo: «Solo te pido que te pongas de pie». Alí le hizo caso, levantó apenas su brazo izquierdo y solo por eso, transformó la derrota en una victoria épica, imperecedera. El precio físico y emocional resultó altísimo. «Lo más cercano a la muerte», según Alí.
Fue la tercera versión de la trilogía más famosa de todos los tiempos del pugilismo. El 8 de marzo de 1971 en un Madison Square Garden de Nueva York tan estallado de público que Frank Sinatra debió ver la pelea en la tarima de los fotógrafos, Joe Frazier derribó a Alí en el 15º y último asalto, le quitó su invicto y retuvo el título mundial de los pesados. Casi tres años más tarde, el 28 de enero de 1974, volvieron a pelear en el mismo escenario y Alí ganó por decisión en doce asaltos. Era necesario el desempate. Y ahí entró a tallar Don King, el promotor de los pelos parados que hace medio siglo atrás, se creía capaz de lograrlo todo.
King había montado un año atrás, Alí-Foreman en Kinshasa (Zaire) y en ese 1975, había llevado a Alí a Kuala Lumpur para que defienda su corona ante el inglés de origen húngaro Joe Bugner. Estaba convencido de que el boxeo debía conquistar nuevos mercados en África y Asia y en esa inteligencia, convenció al dictador filipino Ferdinando Marcos de aportar el dinero para montar en la capital de su país, el tercer episodio del drama. King le puso título a su show: «The Thrilla in Manila»
Cuando Alí llegó a la capital filipina, lo hizo acompañado por su nueva novia, Verónica Porsche, una bella psicóloga con la que el campeón del mundo flirteaba mientras todavía seguía casado con Belinda, su primera esposa. Tuvo Alí la mala suerte de que su audiencia con el dictador Marcos fuera transmitida vía satélite a todos los Estados Unidos en el horario central de los grandes noticieros de la televisión. Y que Belinda lo viera de la mano con otra mujer en el comedor de su casa y rodeada de sus hijos.
La señora Alí no dudó. Y casi de inmediato, corrió a su habitación, metió sus ropas en una valija y voló a Manila para cantarle cuatro frescas a su marido aventurero. El encuentro entre los dos fue épico. Belinda lo corrió a Alí por toda su suite privada insultándolo y tirándole cuanto objeto encontró a mano en la habitación del hotel que destrozó a sabiendas de que el campeón del mundo debería pagar los daños de su bolsillo.
El día del combate, a las diez de la mañana de Manila, la capital filipina ardía bajo un calor demencial. En el Coliseo Araneta, entre los 16.500 espectadores presentes y las luces de la televisión, el clima era irrespirable: un cortocircuito había dañado los equipos de aire acondicionado y cuando subieron los boxeadores al ring, la temperatura en las tribunas superaba los cuarenta grados y era aún mayor sobre el cuadrilátero. «Vi toda la pelea con una toalla mojada tapándome la cabeza, por eso sobreviví –recordaba tiempo después el doctor Ferdie Pacheco, médico personal de Alí– Imaginen lo que habrá sido para los boxeadores».
Por eso, después de diez rounds intercambiando destrucción por destrucción, los dos titanes se habían vaciado. El grado de agotamiento era tal que los últimos cuatro asaltos los hicieron casi inconscientes, sin reflejos, moviéndose pesadamente solo por instinto y porque su corazón los impulsaba a seguir dando y recibiendo. «Te pido que te muevas, por favor», rogó Dundee en un intervalo. «Entonces hágalo usted porque yo no puedo más», dijo Alí. El rostro inflamado de Frazier reflejaba quién había dado los mejores golpes. Cuando terminó el 14º round, ya no había más nada que hacer. En su mutuo afán por ganarse, Alí y Frazier habían cruzado sus propios límites. De ahí en más, acaso los esperaba la muerte.
«No puedo más» volvió a soplarle Alí a Dundee con el último hilo de voz que el quedaba. Cuando vio que en el rincón de Frazier se daba el mismo cuadro, el técnico rogó: «Entonces solamente te voy a pedir un favor: ponte de pie, solo eso, quiero que te pares cuando suene la campana, por favor«. Alí lo hizo y la campana no llegó a sonar, porque en el otro rincón, Eddie Futch, apiadado de Frazier, había decidido el abandono. «Esta noche no es tu noche, campeón», dijo Futch. Sólo por haberse puesto de pie, Alí fue declarado ganador. Luego de que el árbitro Carlos Padilla le alzara los brazos, se desplomó exhausto sobre la lona.
Años después, en su libro The Fight Doctor (el Doctor de la pelea), Ferdie Pacheco reveló que el cerebro de Alí «se secó» por el esfuerzo y que demoró más de un día en normalizar su funcionamiento. Pacheco falleció el 16 de noviembre de 2017 convencido de que en esa pelea terrible estuvo el origen del mal de Parkinson que castigó a Alí hasta su muerte, el 3 de junio de 2016 y que debió haberse retirado luego de esta guerra y no haber continuado activo durante seis años más.
Frazier no la pasó mejor: fue llevado en ambulancia al hospital más cercano donde estuvo seis días en cama alimentándose con una sonda: los golpes de Alí al cuerpo habían detenido el funcionamiento de su aparato digestivo. Los dos colosos pagaron un precio demasiado alto para escribir, hace cincuenta años y a los ojos del mundo, «The Thrilla in Manila», el capítulo más dramático del boxeo de todos los tiempos. La noche en la que Muhammad Alí y Joe Frazier con tal de ganar, fueron mucho mas allá de si mismos.
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