El caso de la estudiante de 14 años que llevó un arma y disparó en una escuela mendocina volvió a poner sobre la mesa los reclamos contra la tenencia de las armas reglamentarias de los policías fuera de horario de servicio. Es que la 9 milímetros utilizada por la adolescente era la pistola de su padre, un comisario de la ciudad de San Luis, y la chica no sólo pudo acceder a ella y llevarla al colegio sino que incluso supo cómo cargarla y apretar tres veces el gatillo. El tiroteo no terminó en tragedia por pura casualidad, pero los especialistas advierten a Página/12 que la tenencia de las reglamentarias fuera de servicio no hace otra cosa que aumentar la posibilidad de fatalidades. De fondo aparece un entramado legal y una «cultura institucional» que construye al arma «como una extensión del cuerpo del policía«.
Hace sólo tres meses, este diario publicó una serie de cifras alarmantes con respecto al uso del arma reglamentaria fuera de servicio. Había ocurrido, a principios de junio, el crimen de Thiago Correa, el niño de 7 años que murió en Ciudad Evita por un disparo del policía de civil Facundo Fajardo, que abrió fuego contra cuatro jóvenes mientras huían tras intentar asaltarlo. Con uno de esos tiros mató a Brandon Corpus, uno de los jóvenes, mientras que otra bala siguió camino y alcanzó a Thiago, que esperaba el colectivo en una esquina junto a su padre. Los informes de diversas organizaciones daban cuenta entonces de al menos 89 fallecidos desde el año 2020 en situaciones similares.
Tres meses después, la cuestión vuelve a estar en agenda. Aunque los casos son a todas luces disímiles en la gran mayoría de sus características, ambos coinciden en un punto clave: los disparos fueron efectuados con armas reglamentarias utilizadas fuera de servicio, con el agravante en el caso mendocino de que la pistola ni siquiera estaba en manos de un agente sino de su hija. Cómo era la dinámica familiar que le permitió a la chica acceder a ella, y por qué sabía cargarla y disparar, es todavía materia de investigación, pero lo que es seguro es que nada habría pasado sin el arma presente en el hogar.
La cuestión excede a la policía mendocina y a la puntana. Se extiende a todas las fuerzas del país, tanto provinciales como federales, y tiene que ver con lo que se conoce como «estados policiales«, un entramado de normativas que delimita lo que un policía puede o no puede hacer, y que lo habilita a llevarse el arma consigo cuando termina su servicio. Rodrigo Pomares, coordinador del Área de Justicia y Seguridad de la Comisión Provincial por la Memoria (CPM), que cuenta con trabajos específicos sobre la problemática, subraya a este diario que la CPM ya viene «promoviendo que se diseñen políticas para establecer criterios que limiten la obligación por parte de los policías fuera de su horario de servicio«. Tal modificación, sostiene, implicaría «un cambio de la normativa respecto del uso, tenencia y custodia de las armas por parte de los agentes policiales, un cambio no sólo de la normativa, sino también de la cultura institucional«.
El punto sobre la cuestión cultural es abordado también por Mariana Galvani, especialista en el área y autora, entre otros, de Cómo se construye un policía, libro que aborda el modo en que los policías construyen su saber hacer y ejercen su profesión, particularmente en el caso de la Policía Federal. Allí, ejemplifica Galvani en diálogo con Página/12, «los policías tienen la posibilidad de salir a la calle sin arma y sin embargo la mayoría elige tenerla porque se sienten más seguros o porque creen que tienen que actuar ante cualquier circunstancia«.
La especialista, directora ejecutiva del Instituto de investigación En Foco, relata casos extremos como agentes que llegan a llevar el arma a la playa, estando de vacaciones, o situaciones en las escuelas de la fuerza donde los policías que ejercen la docencia no pueden dejar el arma ni siquiera para dar clases en un contexto educativo: «Si me sacás el arma es cómo si me amputaras un brazo«, es la frase que, asegura, ha llegado a escuchar en casos como ese. Galvani explica que «hay una construcción institucional del arma como una extensión del cuerpo del policía; si a eso lo vinculamos con el tema del estado policial, la idea que queda es que ‘se es policia las 24 horas‘ y se transforma en la sensación de que un policía no puede estar nunca sin el arma».
El guardado de las pistolas fuera del horario de servicio cuenta sin embargo con protocolos generales, pero también particulares para cada fuerza. En todos los casos se procura que el arma esté siempre descargada y fuera del alcance de la familia, en particular de los niños y niñas, algo que, es evidente, no se cumplió en el caso mendocino y que, según la especialista, suele cumplirse poco en general. Galvani remarca que, de todos modos, «si él la dejara en una comisaría bajo llave, esto no hubiera ocurrido«.
Pomares añade, por su parte, casos diferentes al ocurrido esta semana o al de Thiago, en los que las armas en los hogares se vuelven letales: «Nos preocupan particularmente los casos de femicidios cometidos por policías con sus armas reglamentarias, y también los suicidios de policías o de algún integrante de sus familias», advierte. Según los datos del Registro de Violencia Policial de la CPM para la Provincia de Buenos Aires, desde el 2016 hasta el 2024, el 3,2 por ciento de las muertes por uso de la fuerza policial con armas reglamentarias fueron femicidios, y otro 0,8 por ciento femicidios vinculados, es decir para «causarle sufrimiento a una mujer cis o mujer trans/travesti».
El registro indica que, en total, la gran mayoría de los casos mortales son protagonizados por policías fuera de servicio: el 65 por ciento por agentes en actividad pero fuera del horario, y el 5 por ciento por efectivos directamente retirados, por lo que el 30 por ciento restante son cometidos por policías en horario de servicio. Cifras del Cels publicadas tras el asesinato de Thiago indican, en tanto, que 65 niños, niñas y adolescentes de hasta 17 años murieron por disparos de policías que utilizaron su arma reglamentaria fuera de servicio desde 2020.
Tanto esas organizaciones y otras como Correpi o la Asociación Contra la Violencia Institucional vienen reclamando desde hace años que se restrinja el uso del arma reglamentaria fuera del horario. Galvani apunta que «venimos sosteniendo eso porque, cuando están fuera de servicio, los policías hieren más y al mismo tiempo son más heridos, por lo que no es sólo un tema de garantías del estado de derecho para los civiles sino también para los propios policías que mueren más».
A todo esto hay que sumarle un contexto general en el que tanto las políticas como los discursos oficiales muestran una clara tendencia hacia la liberalización del uso de armas y la resolución de conflictos mediante la violencia: «Lo que se ve es una visión del arma como resguardo. Es una visión que hay que replantearla porque sabemos que eso empeora las tasas de homicidio en un país que hasta ahora tenía un formato de régimen de armas bastante severo», alerta la especialista.
El caso de Mendoza ocurre dos meses después del decreto del presidente Javier Milei que disolvió la Agencia Nacional de Materiales Controlados y restituyó el viejo Registro Nacional de Armas con funciones recortadas. La Red argentina para el desarme ya presentó un pedido al Congreso para que rechace ese decreto, publicado tras una seguidilla de medidas similares, como la baja de la edad para la tenencia de armas de 21 a 18 años o la habilitación para la tenencia de armas semiautomáticas. Uno de los puntos alertados por la red es que todas esas políticas aumentan el riesgo de que los casos de violencia armada aumenten en la población civil, con el ejemplo de los tiroteos escolares que, hasta este miércoles, parecían ser sólo un problema de países lejanos.
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